En las habitaciones cerradas, abrir la ventana puede ser un acto arriesgado y temerario. El polvo duerme acomodado sobre las repisas y el aire da forma al espacio entre los objetos. Variar ese estado de equilibrio significa, inevitablemente, el caos: los libros, liberados del aire que los encorsetaba, vuelan por la habitación y hablan con el polvo acumulado; no es una sorpresa que los choques e impactos acaben en el suelo en forma de cenizas y fragmentos que no hacen sino atestiguar, ante los ojos de un ulterior visitante del cuarto, que el viejo orden, de ser posible, ha de ser forzosamente distinto.
En Logroño pareciera que cuando se abre la ventana, otra corriente, u otra mano, cerrase la puerta de forma que nunca se sabe a ciencia cierta a qué residuos puede aspirarse.
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