miércoles, 18 de febrero de 2009

Sarah Kirsch



Vida de gato

Pero los poetas aman a los gatos
Los incontrolables mansos
libres que la lluvia de noviembre
en sillones de seda o en andrajos
duermen sueñan mudos
responden se estremecen y siguen
viviendo detrás de la valla de los
cazadores cuando los vecinos obsesionados
todavía anotan matrículas de coches
El vigilante en sus cuatro paredes
dejó tras de sí ha tiempo las fronteras.

Katzenleben

Aber die Dichter lieben die Katzen
Die nicht kontrollierbaren sanften
Freien die den Novemberregen
Auf seidenen Sesseln oder im Lumpen
Verschlafen verträumen stumm
Antwort geben sich schütteln und
Weiterleben hinter dem Jägerzaun
Wenn die besessenen Nachbarn
Immer noch Autonummern notieren
Der Überwachte in seinen vier Wänden
Längst die Grenzen hinter sich ließ.

lunes, 9 de febrero de 2009

Tomte - Wilhelm, das war nichts



Wilhelm, das war nichts
Du kannst doch nicht glauben,
dass sie dich wirklich mag
Ich schlafe nur noch 4 Stunden pro Tag,
und die restlichen 20 verbringe ich damit
zu denken an die Sachen die ich nicht hab.

Est.
Halt mich fest, während ich versuche
mich unkenntlich und unsterblich zu lieben
Halt mich fest, während ich versuche
mich unkenntlich und unsterblich zu lieben

Eine Liebe zur Musik, eine Liebe zu den Tönen
L.Y.B.E.

Ich erinnere mich an Konzerte,
die schon lange zu Ende sind
Zum Beispiel S.N.F.U. in Gießen,
Zum Beispiel Van Pelt in der Wingst

Est.


Wilhelm, no era nada.
No puedes creer todavía
que ella realmente te guste.
Duermo sólo 4 horas al día,
y los restantes 20 los paso
pensando en las cosas que no tengo.

Sujetadme mientras intente
amar desfigurada e inmortalmente.

Un amor por la música, un amor por los sonidos,
L.Y.B.E.

Recuerdo los conciertos
que hace ya mucho terminaron.
Por ejemplo S.N.F.U. en el Giessen,
Por ejemplo, Van Pelt en el Wingst.

Sujetadme mientras intente
amar desfigurada e inmortalmente.

Un amor por la música, un amor por los sonidos.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Dósis de Hierro

Todo el mundo necesita una dósis de hierro, aunque sea pequeña.

Un poeta necesario.
BEETHOVEN ANTE EL TELEVISOR

El alemán de Bonn identificaba
todos los sones de la naturaleza:
el del mar, el del rio, el del viento y la lluvia,
el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco.
Un día, cantó un ave, y él no oía su canto:
fue la primera señal de alarma.
Luego avanzó implacable la sordera
hasta desembocar en la noche de los sonidos.
Compuso, desde entonces, imaginándolos.
Nunca pudo escuchar su misa en Re,
sus últimos cuartetos, su última sinfonia.

Luis van Beethoven murió en mil ochocientos veintisiete
(es lo que piensan los desinformados),
Pero yo le he visto en el Lincoln Center.
Fue en los años noventa. Ocupábamos
asientos contiguos. Yo lo reconocí
por su expresión huraña y tierna y feroz.
Y también por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos.
Escribí en mi programa estas palabras:
“Excelente concierto”. Y él asintió:
“No se moleste en escribir, oigo perfectamente”.
Después, en el descanso, hablamos de su música,
(sin duda se dio cuenta
de que acababa de reconocerlo.)
Avisaron que había que volver
a las sala para escuchar el plato fuerte,
la Novena. Pero él, van Beethoven,
Dio medio vuelta, y se marchaba.
“Pero, ¿precisamente ahora?” le pregunté,
“Yo regreso al hotel. Voy a escuchar
la Novena Sinfonía en el televisor,
la transmiten en directo”, contestó.
“¿Me permite que le acompañe?”, dije.
Y se encogió de hombros.

Pues aquí acaba todo.
Nos sentamos ante el televisor.
Escuchamos el golpe de batuta
sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió.
Entonces, Ludwig van Beethoven
se levantó y apagó el sonido.
Ahora si que el silencio era absoluto.

Canturreaba a veces, levantaba la mano
para indicar la entrada a los timbales
en el Scherzo. Lloró con el adagio,
enardeció cuando cantaba el coro
las palabras de Schiller.
Yo nunca podré oir, nadie podrá,
lo que él oía. Finalizó el concierto.
Fue entonces cuando se levantó,
y se acercó al televisor,
recuperó el sonido.
Las cámaras enfocaban ahora
al público enardecido.
Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa,
los aplausos que no podía oír en Viena,
en mil ochocientos veinticuatro.